Educación
Popular | Un texto de Paulo Freire
Compartimos
con ustedes un texto de Paulo Freire sobre la lectura de la palabra y la
lectura del mundo. Siguiendo este enlace podrán encontrar un video documental
sobre educación popular: http://comision3.blogspot.com/2010/11/educacion-popular-y-medios-comunitarios.html
LA IMPORTANCIA DEL ACTO DE LEER
Fragmento
de Freire, Paulo, La importancia de leer y el acto
de Liberación
Rara ha sido la vez, a lo
largo de tantos años de práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me
he permitido la tarea de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o
congresos. Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible.
Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia del acto de leer.
Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa importancia, decir algo del
momento mismo en que me preparaba para estar aquí hoy; decir algo del proceso
en que me inserté mientras iba escribiendo este texto que ahora leo, proceso
que implicaba una comprensión crítica del acto de leer, que no se agota en la
descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se
anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo
precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no
pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad
se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser alcanzada por su
lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y el
contexto. Al intentar escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí
llevado –y hasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en la
memoria, desde las experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia,
de mi juventud, en que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en
mí.
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes
momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial.
Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la
lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la
lectura de la “palabra-mundo”. La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión
de mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía –y hasta donde no me
está traicionando la memoria– me es absolutamente significativa. En este
esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que escribo,
la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo entonces en
la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos
como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y
en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me
preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus cuartos, su
corredor, su sótano, su terraza –el lugar de las flores de mi madre–, la amplia
quinta donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé,
me erguí, caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el
mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras
lecturas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto –en cuya
percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba la capacidad de
percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de señales, cuya
comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones mis
hermanos mayores y con mis padres.
Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en
el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem, del
bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por
fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de
la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los
“textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también
en el silbo del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus
movimientos; en el color del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de
las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la densidad de los árboles, en la
cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta
en distintos momentos: el verde del mago-espada hinchado, el amarillo verduzco
del mismo mango madurando, las pintas negras del mago ya más que maduro. La
relación entre esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra
manipulación y su sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y
viendo hacer, aprendí la significación del acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los animales: los gatos de la familia,
su manera mañosa de enroscarse en nuestras piernas, su maullido de súplica o de
rabia; Joli, el viejo perro negro de mi padre, su mal humor cada vez que uno de
los gatos incautamente se aproximaba demasiado al lugar donde estaba comiendo y
que era suyo; “estado de espíritu”, el de Joli en tales momentos, completamente
diferente del de cuando casi deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a
uno de los zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi
abuela.
De aquel contexto –el del mi mundo inmediato– formaba parte, por otro lado, el
universo del lenguaje de los mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus
recelos, sus valores. Todo eso ligado a contextos más amplios que el del mi
mundo inmediato y cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por retomar la infancia distante, a que ya he hecho referencia,
buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me movía,
permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, la experiencia vivida en el momento en
que todavía no leía la palabra. Y algo que me parece importante, en el contexto
general de que vengo hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el
cuerpo general de estas reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena
cuya presencia entre nosotros era permanente objeto de las conversaciones de
los mayores, en el tiempo de mi infancia. Las almas en pena necesitaban de la
oscuridad o la semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas:
gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando carcajadas burlonas, pidiendo
oraciones o indicando el escondite de ollas. Con todo, posiblemente hasta mis
siete años en el barrio de Recife en que nací iluminado por faroles que se
perfilaban con cierta dignidad por las calles. Faroles elegantes que, al caer
la noche, se “daban” a la vara mágica de quienes los encendían. Yo acostumbraba
acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la figura flaca del “farolero”
de mi calle, que venía viniendo, andar cadencioso, vara iluminadora al hombro,
de farol en farol, dando luz a la calle. Una luz precaria, más precaria que la
que teníamos dentro de la casa. Una luz mucho más tomada por las sombras que
iluminadora de ellas.
No había mejor clima para travesuras de las alma que aquél. Me acuerdo de las
noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba que el tiempo pasara, que
la noche se fuera, que la madrugada semiclareada fuera llegando, trayendo con
ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en la smañanas abiertas, la
percepción de un sinnúmero de ruidos que se perdía en la claridad y en la
algaraza de los días y resultaban misteriosamente subrayados en el silencio
profundo de las noches.
Pero en la medida en que fui penetrando en la intimidad de mi mundo, en que lo
percibía mejor y lo “entendía” en la lectura que de él iba haciendo, mis
temores iban disminuyendo. Pero, es importante decirlo, la “lectura” de mi
mundo, que siempre fundamental para mí, no hizo de mí sino un niño anticipado
en hombre, un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del niño no se iba
a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui más ayudado
que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en cierto momento
de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa
comprensión significara animadversión por lo que tenía encantadoramente
misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la palabra. El
desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del mundo
particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui alfabetizado
en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con palabras de
mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi pizarrón y las ramitas
fueron mis gis.
Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita particular de Eunice
Vasconcelos, cuya desaparición reciente me hirió y me dolió, y a quien rindo
ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado. Eunice continuo y profundizó
el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, de la frase, de
la oración, jamás significó una ruptura con la “lectura” del mundo. Con ella,
la lectura de la palabra fue la lectura de la “palabra-mundo”. Hace poco
tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde nací. Pisé el mismo suelo en
que me erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a leer. El mismo mundo, el primer
mundo que se dio a mi comprensión por la “lectura” que de él fui haciendo. Allí
reecontré algunos de los árboles de mi infancia. Los reconocí sin dificultad.
Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes troncos de mi infancia.
Entonces, una nostalgia que suelo llamar mansa o bien educada, saliendo del
suelo, de los árboles, de la casa, me envolvió cuidadosamente. Dejé la casa
contento, con la alegría de quien reencuentra personas queridas. Continuando
en ese esfuerzo de “releer” momentos fundamentales de experiencias de ni
infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la comprensión crítica de
la importancia del acto de leer se fue constituyendo en mí a través de su
práctica, retomo el tiempo en que, como alumno del llamado curso secundario, me
ejercité en la percepción crítica de los textos que leía en clase, con la
colaboración, que hasta hoy recuerdo, de mi entonces profesor de lengua
portuguesa.
No eran, sin embargo, aquellos momentos puros ejercicios de los que resultase
un simple darnos cuenta de la existencia de una página escrita delante de
nosotros que debía ser cadenciada, mecánica y fastidiosamente “deletrada” en
lugar de realmente leída. No eran aquellos momentos “lecciones de lectura” en
el sentido tradicional esa expresión. Eran momentos en que los textos se
ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo la del entonces joven profesor
José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor también de portugués, en mis
veinte años, viví intensamente la importancia del acto de leer y de escribir,
en el fondo imposibles de dicotomizar, con alumnos de los primeros años del
entonces llamado curso secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia,
el problema de la contradicción, la enciclisis pronominal, yo no reducía nada
de eso a tabletas de conocimientos que los estudiantes debían engullir. Todo
eso, por el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera
dinámica y viva, en el cuerpo mismo de textos, ya de autores que estudiábamos,
ya de ellos mismos, como objetos a desvelar y no como algo parado cuyo perfil
yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar mecánicamente la
descripción del objeto, sino aprender su significación profunda. Sólo
aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de memorizarla, de fijarla. La
memorización mecánica de la descripción del objeto no se constituye en
conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un texto, tomado como
pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real
lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el texto.
Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto profesores y profesoras, en
que los estudiantes “lean”, en un semestre, un sinnúmero de capítulos de libros,
reside en la comprensión errónea que a veces tenemos del acto de leer. En mis
andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que los jóvenes estudiantes
me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que eran mucho más para ser
“devoradas” que para ser leídas o estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura”
en el sentido más tradicional de esta expresión, a que se hallaban sometidos en
nombre de su formación científica y de las que debían rendir cuenta a través
del famoso control de lectura. En algunas ocasiones llegué incluso a ver, en
relaciones bibliográficas, indicaciones sobre las páginas de este o aquel
capítulo de tal o cual libro que debían leer: “De la página 15 a la 37”.
La insistencia en la cantidad de lecturas sin el adentramiento debido en los
textos a ser comprendidos, y no mecánicamente memorizados, revela una visión
mágica de la palabra escrita. Visión que es urgente superar. La misma, aunque
encarnada desde otro ángulo, que se encuentra, por ejemplo, en quien escribe,
cuando identifica la posible calidad o falta de calidad de su trabajo con la
cantidad páginas escritas. Sin embargo, uno de los documentos filosóficos más
importantes que disponemos, las Tesis sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas
dos páginas y media...
Parece importante, sin embargo, para evitar una comprensión errónea de lo que
estoy afirmando, subrayar que mi crítica al hacer mágica la palabra no
significa, de manera alguna, una posición poco responsable de mi parte con
relación a la necesidad que tenemos educadores y educandos de leer, siempre y
seriamente, de leer los clásicos en tal o cual campo del saber, de adentrarnos
en los textos, de crear una disciplina intelectual, sin la cual es posible
nuestra práctica en cuanto profesores o estudiantes.
Todavía dentro del momento bastante rico de mi experiencia como profesor de
lengua portuguesa, recuerdo, tan vivamente como si fuese de ahora y no de un
ayer ya remoto, las veces en que me demoraba en el análisis de un texto de
Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos, de Jorge Amado. Textos
que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los estudiantes, subrayando
aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el buen gusto de su
lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las necesarias diferencias
entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Vengo tratando de dejar claro, en este trabajo en torno a la importancia del
acto de leer –y no es demasiado repetirlo ahora–, que mi esfuerzo fundamental
viene siendo el de explicar cómo, en mí, se ha venido destacando esa
importancia. Es como si estuviera haciendo la “arqueología” de mi comprensión
del complejo acto de leer, a lo largo de mi experiencia existencial. De ahí que
haya hablado de momentos de mi infancia, de mi adolescencia, de los comienzos
de mi juventud, y termine ahora reviendo, en rasgos generales, algunos de los
aspectos centrales de la proposición que hice hace algunos años en el campo de
la alfabetización de adultos.
Inicialmente me parece interesante reafirmar que siempre vi la alfabetización
de adultos como un acto político y como un acto de conocimiento, y por eso
mismo un acto creador. Para mí sería imposible de comprometerme en un trabajo
de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de la-le-li-lo-lu. De ahí que tampoco
pudiera reducir la alfabetización a la pura enseñanza de la palabra, de las
sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo proceso el alfabetizador iría
“llenando” con sus palabras las cabezas supuestamente “vacías” de los
alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de conocimiento y acto
creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el alfabetizando, su sujeto.
El hecho de que éste necesite de la ayuda del educador, como ocurre en
cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda del educador deba anular
su creatividad y su responsabilidad en la creación de su lenguaje escrito y en
la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el alfabetizador como el
alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo hago ahora con el que
tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el objeto sentido y son
capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y percibido. Como yo, el
analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma, de decir la
pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino además de
escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación
o el montaje de la expresión escrita de la expresión oral. Ese montaje no lo
puede hacer el educador para los educandos, o sobre ellos. Ahí tiene él un
momento de su tarea creadora.
Me parece innecesario extenderme más, aquí y ahora, sobre lo que he
desarrollado, en diferentes momentos, a propósito de la complejidad de este
proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en este texto, me
gustaría volver, por la significación que tiene para la comprensión crítica del
acto de leer y, por consiguiente, para la propuesta de alfabetización a que me
he consagrado. Me refiero a que la lectura del mundo precede siempre a la
lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la continuidad de la lectura
de aquél. En la propuesta a que hacía referencia hace poco, este movimiento del
mundo a la palabra y de la palabra al mundo está siempre presente. Movimiento
en que la palabra dicha fluye del mundo mismo a través de la lectura que de él
hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos ir más lejos y decir que la
lectura de la palabra no es sólo precedida por la lectura del mundo sino por
cierta forma de “escribirlo” o de “rescribirlo”, es decir de transformarlo a
través de nuestra práctica consciente.
Este movimiento dinámico es uno de los aspectos centrales, para mí, del proceso
de alfabetización. De ahí que siempre haya insistido en que las palabras con
que organizar el programa de alfabetización debían provenir del universo
vocabular de los grupos populares, expresando su verdadero lenguaje, sus
anhelos, sus inquietudes, sus reivindicaciones, sus sueños. Debían venir
cargadas de la significación de su experiencia existencial y no de la
experiencia del educador. La investigación de lo que llamaba el universo
vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos llegaban
a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares. Después
volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo codificaciones, que son
representaciones de la realidad.
La palabra ladrillo, por ejemplo, se insertaría en una representación
pictórica, la de un grupo de albañiles, por ejemplo, construyendo una casa.
Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la palabra oral de los
grupos populares, a ellos, para el proceso de su aprehensión y no de su
memorización mecánica, solíamos desafiar a los alfabetizandos con un conjunto
de situaciones codificadas de cuya descodificación o “lectura” resultaba la
percepción crítica de lo que es la cultura, por la comprensión de la práctica o
del trabajo humano, transformador del mundo, En el fondo, ese conjunto de
representaciones de situaciones concretas posibilitaba a los grupos populares
una “lectura” de la “lectura” anterior del mundo, antes de la lectura de la
palabra.
Esta “lectura” más crítica de la “lectura” anterior menos crítica del mundo
permitía a los grupos populares, a veces en posición fatalista frente a las
injusticias, una comprensión diferente de su indigencia. Es en este
sentido que la lectura crítica de la realidad, dándose en un proceso de
alfabetización o no, y asociada sobre todo a ciertas prácticas claramente
políticas de movilización y de organización, puede constituirse en un instrumento
para lo que Gramsci llamaría acción contrahegemónica.
Concluyendo estas reflexiones en torno a la importancia del acto de leer, que
implica siempre percepción crítica, interpretación y “reescritura” de lo leído,
quisiera decir que, después de vacilar un poco, resolví adoptar el
procedimiento que he utilizado en el tratamiento del tema, en consonancia con
mi forma de ser y con lo que puedo hacer. (...)
12 de noviembre de 1981
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